Esta oportunidad, de la que hablo, no es exclusividad de nosotras las mujeres, de hecho los hombres que eligen convertirse en padres también pueden llevar a cabo esta tarea. No es una cuestión de género, en realidad, es una cuestión de ganas.
Mi compañero del alma y yo decidimos hace algunos años convertirnos en padres. Una decisión, fruto de numerosas conversaciones y soliloquios que hicieron emerger el pasado sin invitación alguna. Y es que convertirse en madre o padre para un individuo adulto que desea hacer de ello una elección consciente y madura significa re-encontrarse, de repente, con papá y mamá. Aunque queramos o no, fueron ellos nuestra primera y más importante escuela de valores y principios, de emociones, de normas, de vicios, la base sobre la cual nos hemos construido como personas (con nuestros recursos y limitaciones) y todo aquello que cuestionamos en pro de la educación de nuestros propios hijos.
Es entonces cuando, inevitablemente, surge la pregunta clave capaz de paralizar cualquier reloj biológico: seré una buena madre o un buen padre? Teniendo en cuenta la trascendencia de una decisión como esta, la duda es esperable y en mi opinión, bastante saludable. Aunque en un primer momento parezca resultado de una dura crítica personal y el mejor motivo para renunciar a la descendencia, puede convertirse en una herramienta clave en nuestro quehacer como padres. En un primer momento, y acogida de forma positiva, esta inquietud es el punto de partida para revisar el legado que nuestros padres nos han dejado y aquello que deseamos o no transmitir a nuestros hijos. Es aquí cuando se nos mueven dentro una cantidad de sentimientos (gratitud, reproche, admiración, amor, ternura, dolor, etc) que aunque incomodan por cierto tiempo nos ayudan a entender que nuestros padres son o fueron seres humanos que nos dieron lo que sus recursos y limitaciones les permitieron darnos; que nos dieron lo que algún día recibieron y que nos privaron de aquello que nunca se les ofreció. Esta humanidad (mucho más fácil de asimilar cuando se es adulto) los acerca a nuestra propia condición, y es entonces cuando, al dejarnos conmover, nos volvemos lo suficientemente generosos como para aceptar con gratitud lo que hemos recibido y entender con humildad que podremos ser para nuestros hijos tan buenos padres como nuestra humanidad no lo permita. Damos paso, por tanto, a la reconciliación con el pasado, con nuestra historia. De este modo, sanamos nuestras heridas y sobre ellas nos re-inventamos desde el amor y la madurez convirtiéndonos en mejores seres humanos para nuestros hijos.
Esta sana pregunta, nos permitirá estar alerta, atentos a nuestras limitaciones y constantemente motivados para trabajar en ellas y convertirlas en recursos que podamos ofrecer en nuestro quehacer como padres.
Deseo que algún día mi hijo logre verme tan humana como soy y me regale la dicha de seguir sintiéndome tan amada como hasta ahora.
Es entonces cuando, inevitablemente, surge la pregunta clave capaz de paralizar cualquier reloj biológico: seré una buena madre o un buen padre? Teniendo en cuenta la trascendencia de una decisión como esta, la duda es esperable y en mi opinión, bastante saludable. Aunque en un primer momento parezca resultado de una dura crítica personal y el mejor motivo para renunciar a la descendencia, puede convertirse en una herramienta clave en nuestro quehacer como padres. En un primer momento, y acogida de forma positiva, esta inquietud es el punto de partida para revisar el legado que nuestros padres nos han dejado y aquello que deseamos o no transmitir a nuestros hijos. Es aquí cuando se nos mueven dentro una cantidad de sentimientos (gratitud, reproche, admiración, amor, ternura, dolor, etc) que aunque incomodan por cierto tiempo nos ayudan a entender que nuestros padres son o fueron seres humanos que nos dieron lo que sus recursos y limitaciones les permitieron darnos; que nos dieron lo que algún día recibieron y que nos privaron de aquello que nunca se les ofreció. Esta humanidad (mucho más fácil de asimilar cuando se es adulto) los acerca a nuestra propia condición, y es entonces cuando, al dejarnos conmover, nos volvemos lo suficientemente generosos como para aceptar con gratitud lo que hemos recibido y entender con humildad que podremos ser para nuestros hijos tan buenos padres como nuestra humanidad no lo permita. Damos paso, por tanto, a la reconciliación con el pasado, con nuestra historia. De este modo, sanamos nuestras heridas y sobre ellas nos re-inventamos desde el amor y la madurez convirtiéndonos en mejores seres humanos para nuestros hijos.
Esta sana pregunta, nos permitirá estar alerta, atentos a nuestras limitaciones y constantemente motivados para trabajar en ellas y convertirlas en recursos que podamos ofrecer en nuestro quehacer como padres.
Deseo que algún día mi hijo logre verme tan humana como soy y me regale la dicha de seguir sintiéndome tan amada como hasta ahora.